LA CANCIÓN DE LINO
Ver
proviene del latín videre, y significa
percibir algo por el sentido de la vista. Mirar,
en cambio, proviene de mirari y
significa admirarse. La gran diferencia entre ellas es que para poder mirar hay
que ejercer la voluntad, hay que querer hacerlo. Elena aprendió la diferencia
cuando tenía once años.
Una Nochebuena, después de cenar,
aparecieron por casa una hermana de su madre, su marido y el padre de este, el
señor Lino, un anciano enjuto, consumido, arrugado e inestable que se tambaleaba
a cada paso, vestido para la ocasión con su elegante traje y su corbata.
A veces la soledad se
transparenta a través, no sólo de la mirada, sino también del gesto, de la
ropa, del ansia de beber una copita tras otra hasta dejar de preguntarse si aun
se está vivo. A Elena, aquel viejo que parecía tan sólo le dio lástima. Apenas comenzaba
a comprender realmente la complejidad del mundo y apenas conocía tampoco a
aquel hombre, por lo que no sabía si, en las deudas de la vida, él era inocente
o culpable. Pero en un arranque de compasión se sentó en el reposabrazos del sillón
que él ocupaba, le puso la mano sobre el hombro y apretó con fuerza, como queriendo
detener con sus dedos la hemorragia de una herida que a él le calaba el traje,
el alma, la cadencia insoportable de los días.
Lino giró la cabeza hacia ella, la
miró, abrumado, supo que Elena lo miraba también, le sonrió y dos lágrimas se
escaparon de sus ojos pequeños y opacos y resbalaron por los surcos profundos que
había grabado en su rostro el arado del tiempo. Después se sacó la chaqueta, se
soltó la corbata, se desabrochó el primer botón de la camisa y alargó la mano y
alcanzó la guitarra italiana que reposaba en una esquina, sobre un cesto
redondo de mimbre, en el que dormían las serpientes venenosas que a menudo se
arrastraban deambulando por la casa, sobre todo por la noche, en el silencio de
esa falsa tregua donde resonaban con fuerza los ecos de una infelicidad que
durante el día se perdían entre los quehaceres de cada jornada.
La guitarra era una pieza pequeña
y modestamente decorada que papá había comprado caprichosamente en Roma, en uno
de sus viajes de juventud en los que había recorrido casi medio mundo, y que
desde niña Elena solía rasgar sin compasión, durante horas, poniendo a prueba
la paciencia de sus progenitores, que se esforzaban por guardar un respetuoso silencio
con la esperanza vana de que alguna de sus hijas les saliese música.
Lino, al contrario que ella,
sabía tocar, no demasiado bien, pero sí lo suficiente como para improvisar, con
voz rota, un par de canciones inspiradas por la sobredosis de alcohol y de
tristeza.
Sentada a sus pies, sobre la
alfombra, delante del árbol de Navidad cuyas bolas reflejaban el cálido
resplandor del fuego de la chimenea, con los brazos rodeando sus rodillas, Elena
le escuchaba atenta, y ahora también un poco avergonzada, porque él se acababa
de sacar de la manga una letra que hablaba sobre una niña que le había puesto
la mano en el hombro esa noche y le había hecho sentirse un hombre un poco más feliz.
Y Lino le daba las gracias mientras se le escapaba un lago de la mirada que le
iba empapando el cuello de la camisa.
Elena era consciente de cómo sus
padres y sus tíos les observaban incómodos desde la mesa del comedor, a esa
pareja insana de niña extraña y anciano borracho al borde del abismo, sin saber
si poner punto final al drama o hacer como si no estuviese pasando nada.
Nadie abrazó a Elena al final de
aquella velada para darle consuelo, ni le besaron el pelo con orgullo paternal
ante el hecho de que ella hubiese mostrado, por su cuenta y riesgo, algo de
empatía. Sus padres hubiesen preferido que Elena hubiese aprendido a tocar bien
la guitarra.
Esa, para ella, fue la Navidad de
Lino. Él murió de allí a unos meses, de un cáncer del que Elena no sabía nada y
que ya lo tenía medio devorado cuando vino a casa.
Desde entonces han pasado ya casi
tres décadas. A veces Elena contempla la guitarra, silenciosa en una esquina
del salón, que ahora tiene una grieta en el mástil y que al final nunca aprendió
a tocar. Y, si cierra los ojos un instante, todavía puede ver al señor Lino
ante ella, guitarra en mano, con los ojos llorosos y la voz rota, y recordar aquella
emoción que le recorría por dentro, mezcla de vergüenza, ternura y
agradecimiento.
Y piensa que si a alguien
perteneció la guitarra en algún momento fue a él. En sus cuerdas permanece, ya
para siempre, el recuerdo de aquella melodía, de aquella fugaz pero poderosa
alianza de la canción de Lino. Porque, aunque por aquel entonces Elena aún no
lo sabía, también ella, al igual que el anciano, necesitaba que alguien la
mirase.
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