LLUVIA SOBRE LOS CRISTALES
La primera vez que Ana vio a Diego fue mientras descendía
por su propio pie del vapor Cheribon, que había atracado aquella mañana de septiembre
de 1898 en el muelle de hierro de Vigo con parte del penoso cargamento con el
que había salido de Cuba semanas antes. En su cubierta se hacinaban los sedientos
soldados, en su mayoría heridos o gravemente enfermos, con las barbas largas,
los uniformes sucios y la mirada huérfana. Fue algo que nunca supo explicar, la
razón de ese sentimiento que de pronto le mordió el alma y las manos como un
animal salvaje, cuando los ojos de él, hundidos en aquel rostro consumido, se
quedaron prendidos de los de ella.
—¿Eres un ángel? —le preguntó con una sonrisa vencida
justo antes de perder las fuerzas.
Ana no le dejó hasta que lo subieron al carromato, con
los demás.
—¿A dónde los lleva? —preguntó al conductor.
—Al Municipal, señora —le contestó, arreando los caballos.
Ana deambuló entre las camas del hospital horas más
tarde, buscando su rostro, como si hubiese visto algo importante en aquellos
ojos y le diese miedo olvidarlo. Le encontró en una sala atestada. Miguel, su
prometido, estaba sentado al borde de aquella misma cama.
La noche que llegó la luz eléctrica a la ciudad, la
navidad de hacía casi dos años, allí en la plaza, frente al ayuntamiento, entre
una multitud de convecinos que se habían congregado para ser testigos de la
modernidad que iluminaría la ciudad y pronto el nuevo siglo, Miguel la abrazó
con fuerza y le preguntó si sería su esposa. Él, que se pasaba los días en el
hospital, solo tenía dos ambiciones: llegar a ser un médico de renombre, como
lo era su padre en Lugo, y compartir su vida con ella. Como negarle su sueño a
un hombre tan bueno, pensó Ana. Y con el beneplácito de la tía se
comprometieron.
La madre de Ana se había dejado arrastrar por los ardores
de un perro flaco que la preñó y le dio una vida de penurias, hasta que se
ahogó una noche de temporal más allá de las Islas Cíes. La tía, sin embargo, se
había casado bien, un matrimonio arreglado que le dio posición y medios y le
arrancó pocos suspiros.
«El corazón habla una lengua extraña, a veces
incomprensible —le había confesado a Ana una tarde de invierno—. Pero si uno no
le escucha él toma el hábito de callar y cuando pasan los años solo te queda en
el pecho un abismo de silencios que rugen y embisten con más fiereza que las
olas contra los acantilados cuando hay tempestad. Sobre todo en días como hoy,
en los que las gotas de lluvia sobre los cristales reflejan las oportunidades
perdidas que todavía nos atormentan desde las profundidades, como ecos de otra
vida que no tuvimos el valor de escoger».
Ella, quien no tuvo la gracia de ser bendecida con un
hijo, se hizo cargo de los de su hermana, al morir esta de neumonía. Desde mocita
Ana había insistido en acompañarle, tres veces por semana, hasta el Hospital de
la Caridad, y acostumbrada como estaba a la miseria que habían padecido en el
Berbés, no se sentía incómoda entre las miserias ajenas: los olores, los
humores, la fealdad de la soledad y la pobreza en los rostros de los
desamparados, de las yagas y los tumores. Allí conoció a Miguel una tarde, con la carrera de
medicina recién terminada. No fue para ella un amor a primera vista, sino un
cariño que fue creciendo poco a poco, reforzado por los intereses comunes y la
constancia de su afecto.
El soldado se
llamaba Diego Domínguez y ambos habían sido compañeros de juegos en la
infancia, allá en la costa lucense. Los mejores amigos.
—Casi como hermanos
—le dijo Miguel.
Le hizo trasladar inmediatamente al piso que ocupaba en
la Calle de Elduayen, lejos de todas las enfermedades que se emboscaban en el
hospital, y le pidió a ella que le ayudase en su cuidado.
Lo primera tarea de Ana fue desvestirlo y lavarlo
cuidadosamente, temiendo que Diego se le deshiciera entre las manos como si
fuese de sal. Luego se pasó dos días aplicándole un paño húmedo sobre la piel, para
aliviarle la calentura de una fiebre provocada por la anemia y una herida mal
curada a la altura del muslo. Y a Ana, acostumbrada a atender a otros, se le
iban las horas en contemplar este cuerpo escuálido y moreno, comido por los
mosquitos, cuya belleza se le clavaba enigmáticamente en el alma y entre las
piernas.
Después Diego fue recuperando el ser y cada tarde jugaban
a las cartas sobre la colcha o leían las noticias sobre la repatriación en el
diario que ella compraba cada mañana. A veces, a la hora de la siesta, Diego
lloraba, atrapado en los horrores de una guerra que para él no parecía haber terminado.
Y antes de irse, Ana lo cargaba hasta la ventana, para mostrarle los colores
del crepúsculo sobre la bahía.
—¿Cómo es Cuba? —le había preguntado.
—Palmeras, playas, loros. Calor, lluvia, piojos, malaria,
tifus, hambre. Como si el infierno se hubiese desatado en mitad del paraíso,
Ana.
Una tarde aún calurosa de finales de verano, con las
persianas de madera desmayadas sobre las barandillas de los balcones que daban
al mar, ella estaba tumbada sobre la cama de Miguel, la cabeza hundida en una bruma
extraña, mezcla de sopor y de deseo. Se despertó con el tañido de las campanas
de La Colegiata, que daban las seis, y al abrir los ojos por un momento creyó verlo
bajo el dintel de la puerta, mirándola fijamente, pero el fantasma se diluyó
enseguida, tragado por la penumbra del corredor. Ana se levantó de un saltó,
llena de oscuros presagios, y le encontró sentado a los pies de la cama, con la
mirada perdida y el rostro surcado de lágrimas.
—Ya pasó —le dijo ella, enjugándole las mejillas con el
dorso de sus manos.
Él se le aferró a las piernas con sus delgados brazos.
—Solo un instante, mi ángel —le suplicó—. Solo un
instante.
Y así se quedaron, Diego con la cabeza hundida en su
vientre, como un niño desamparado, Ana con los dedos y el corazón perdidos
entre los mechones de su cabello. Atrapados el uno en el otro, y ambos en la desafortunada
telaraña de las circunstancias.
El día antes de la partida acudieron al
cementerio de Pereiró, para que Diego pudiese mostrar sus respetos ante los
compañeros que habían compartido con él la dura travesía y que ahora yacían
allí sepultados, tan lejos de sus hogares y sus familias. Juntos habían paseado entre las tumbas, en silencio, sin
mirarse, con algo parecido a un precipicio calándoles el pecho. Después cenaron
los tres en el piso y un coche que pidieron se llevó a Ana a casa. Noche de
cristal y azufre con el cielo estrellado de improbables que se desvanecerían
con el alba.
—Búscate una buena esposa —le dijo Miguel en la estación,
palmeándole la espalda.
Diego estrechó la mano de Ana, posó un instante nada más
los ojos sobre los de ella y le sonrió fugazmente, como aquella mañana en que
se conocieron, como si todo le doliese en esta vida. Después tomó la maleta,
que era un regalo de Miguel, así como el billete y el traje que llevaba.
Al ver como Diego se disponía a subir al tren, al
inclinarse sobre el abismo de su inminente ausencia, Ana sintió de pronto unos
cuervos enormes revoloteando en sus entrañas.
—¿Sabes, Ana? —le dijo Miguel, tomando la mano de ella
entre las suyas y distrayendo su atención de la puerta del vagón que acababa de
engullir el ser amado—. Para ser un buen médico hay que saber reconocer los
síntomas.
Ella giró la cabeza y le miró a los ojos, como a través
de la niebla de un sueño. Después abrió la boca con intención de replicar pero
no pudo encontrar palabras en el mundo, como si Dios las hubiese escondido y
solo le hubiese dejado un nudo de piedra en la garganta. Miguel acarició
distraídamente la mano blanca y trémula, se la llevó a los labios y la besó.
—Te quiero tanto, Ana...
Y entonces ella sintió por primera vez esa nausea, ese
vacío que es la vida mal vivida, atropellada, mientras las ruedas del tren comenzaban
a girar, impasibles, por las vías de hierro, con ese quejido lastimero que se
transformó rápidamente en un agónico latido, metálico y perpetuo, que fue
acelerando hasta perderse en la distancia.
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