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SIN TÍTULO

             Abrí la verja de hierro que daba entrada a aquella esquina, aislada del resto del jardín por un muro de piedra en cuyas grietas habían crecido el musgo y las hierbas y las telarañas. Caminé lentamente, como tantas otras veces, entre los fantasmas de los recuerdos lejanos escondidos tras los troncos de los cipreses y los tejos y las hortensias. Me agaché y me arrodillé ante la tumba, las rodillas desnudas directamente sobre la tierra negra y siempre húmeda. Apreté los puños con fuerza para no hundir las manos en el abismo sin final de lo prohibido.

Estoy aquí de nuevo porque otra vez volví a soñar, volví a soñar contigo.

Estábamos ambos en una cama, en una gran habitación inundada por la luz hiriente de un día interminable que entraba a raudales a través de las ventanas. Las sábanas blancas y húmedas atrapaban nuestros cuerpos enlazados, desnudos y empapados en sudor, los sonidos de ese deseo feroz que nos mordía las entrañas. Nos besábamos sin descanso, una y otra vez desde hacía tanto tiempo… Podía sentir la humedad bajo las palmas de mis manos, que viajaban sin descanso sobre tu piel buscando y acariciando la profundidad de cada rincón de tu delgado cuerpo.

Y entonces desperté. Era todavía de noche. Más allá de la ventana una luna sajada ondeaba entre las nubes. Sentí el dolor de la ausencia en estas manos que hasta hace poco te sostenían, en los labios ahora huérfanos de tus tormentas. Y cerré de nuevo los ojos, para regresar, a la luz lacerante del napalm en llamas, al hogar de tu olor. Pero tú ya no estaba allí.

Y hoy caminé ausente entre los altos edificios que arrojaban sombra sobre este silencio demoledor, sobre esa tortura en bucle que es creer y apostatar, creer y apostatar, con un trozo de corazón dentro del pecho, con el olor del napalm indefinidamente prendido en cada molécula de oxígeno. Y pensé que vivir solo era estar muerto, pero con esperanza.

Acaricio con la mano la tierra que cubre tu tumba, apenas un palmo de espesor. No pude enterrarte muy profundo, no tuve valor. Cada vez que regreso, entre las ramas la brisa canturrea siempre esa vieja canción. Y gota a gota, las hojas de los árboles dejan caer sobre mí la lluvia acumulada cada noche, hasta empaparme por completo. Y calada hasta el último átomo, rebusco hundiendo las manos en la tierra, por si aún queda algo, con esa desesperación del moribundo que intenta aferrar su último día.




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