COMO AMAN LOS ÁNGELES
Hoy, por fin, la calle es
real. He pensado en esta calle cientos de veces en estos dos años que he estado
en el destierro, en los árboles que asoman sus ramas a ambos lados por encima
de los viejos muros de piedra, en esas casas que en mis fantasías estaban
despobladas y que ahora tienen coches aparcados en la entrada, humo saliendo de
sus chimeneas y luces de colores que se encienden y se apagan detrás de los
cristales de las ventanas. Respiro el aire puro y frío de la aldea y camino
despacio, recorriendo el último tramo de la calzada empedrada que conduce al
hogar a donde he estado anhelando regresar.
Mi padre está en el porche,
subido a una escalera metálica, colocando en la lámpara de la entrada, que
cuelga del techo de madera, una bombilla. No se da cuenta de mi presencia hasta
que abro la cancela de metal y esta chirría. Se vuelve hacia mí. Se le abren
los ojos como con sorpresa, como si en realidad no me estuviesen esperando y yo
hubiese aparecido de repente. Mientras recorro el sendero en su dirección,
intentando decidirme entre golpearle con todas mis fuerzas o abrazarle, él
desciende algunos peldaños y me abraza desde lo alto. Sus brazos son grandes,
como siempre, los brazos de un gran oso. Cuando nos miramos de nuevo le brillan
los ojos pequeños. Acaricio esa barba canosa que cubre sus mejillas heladas con
una mano y tiro de ella.
—¿Qué tal papá? —le
pregunto.
—Ahora mucho mejor —me
responde.
Se frota un ojo, como si se
le hubiese metido algo dentro. Y me abraza de nuevo, esta vez desde el suelo.
—Mira, justo hoy se ha
fundido la bombilla —me comenta, señalando al techo con una mano y cargando mi
maleta con la otra.
Al cruzar la puerta de
entrada siento un estremecimiento. Mi padre deja mi equipaje al inicio de las
escaleras que llevan a la planta superior.
—Tu madre está cocinando —me
dice—. Vete a saludarla. Ella también te ha echado de menos.
Cruzo el pasillo y entro en
la cocina. Elena está de espaldas, removiendo algo en una cacerola. Al verme se
limpia las manos en el delantal y viene a abrazarme. Elena no es mi verdadera
madre. Mi madre vive en la ciudad, a cuatro manzanas de mi domicilio actual.
Elena es la segunda mujer de mi padre, con la que lleva ya diez años casado.
Pero para mí es también mi otra madre. Siempre lo hizo bien, eso de criar a dos
hijos de otra mujer. Y yo la admiro, su dulzura, su alegría. Y agradezco la
paciencia que tiene con el carácter difícil de mi progenitor.
—Vaya, has cambiado un poco
en estos dos años —me dice—. Creo que ya no te queda nada infantil.
Le sonrío.
—Tú sigues igual— le digo—,
tan linda…
Le encanta que le diga eso.
Nunca fue guapa, pero lo crees de corazón una vez que la conoces. Al menos eso
es lo que yo siento.
—¡Estoy tan contenta!
—exclama— Dos años sin venir a casa. No se le hace eso a ninguna madre, aunque
sea de relevo.
Nos reímos.
—¿Qué tal la vida
universitaria? —me pregunta ella.
—Bien —contesto, desviando
la mirada e incapaz de añadir nada más que pueda hacerle daño.
Llegados a este punto
comienza a dominarme cierta ansiedad.
—Huele genial —le comento—
¿Qué estás preparando?
—Pollo al horno. Y todo
esto… —añade, levantando una serie de paños y mostrándome lo que se esconde
debajo, en fuentes, sobre la mesa—. Hoy hay mucho que celebrar.
—Puedo ayudarte. Me gustaría
—me ofrezco, con la esperanza de que no me rechace—. Si todavía queda algo por
hacer ¿Sabes que estuve haciendo un curso de cocina?
—¿En serio? —me mira
sorprendida, probablemente porque nunca he mostrado interés por ello con
anterioridad— Pero mejor que antes deshagas tu equipaje. Y saludes a tu hermano
—de pronto me ha dado la espalda, ha cogido un estropajo y se ha puesto a
frotar con brío la base de una sartén—. Está arriba, en su habitación. Y puedes
darte una ducha. Quedan todavía un par de horas para la cena.
Asiento con la cabeza,
obediente, y salgo de la cocina.
Recojo mi maleta y miro los
peldaños de madera de las escaleras. Los miro uno por uno hasta llegar con la
mirada al piso superior. Me doy la vuelta y a través de la cristalera que
enmarca la puerta de entrada veo la silueta de mi padre, y tengo miedo de que
justo cuando yo comience a creer que puedo él venga, me agarre del brazo, me
empuje dentro del coche y me arrastre lejos, como hizo sin misericordia hace
dos años. Pero yo ya no soy aquella persona. Subo, agarrándome al pasamanos al
que mis dedos se aferran con fuerza. Tengo miedo de caer, de que me fallen las piernas.
Pero uno tras otro mis pies recuerdan como ascender esos escalones y llego al
último demasiado pronto.
La puerta de mi dormitorio
está al lado de la del cuarto de Elías. Dejo mi equipaje sobre la alfombra, al
lado del raido sofá del saloncito. Hay una nueva figurita de porcelana sobre el
aparador. Por la ventana que está al otro lado contemplo las casas vecinas, los
árboles del jardín trasero a los que apenas le quedan hojas y que sacuden sus
ramas arrebatados por el viento, y los dos viejos columpios, ahora oxidados,
donde antaño nos picábamos para ver quién de los dos conseguía acercarse más al
cielo. Mi corazón comienza a latir deprisa.
Me acerco a su puerta. Mis
manos están temblando cuando golpeo con los nudillos. El estómago se me encoge
en un puño cerrado. De dentro no llega respuesta. Cierro los ojos por un par de
segundos, dejando escapar un largo suspiro. Empujo la manija y la puerta se
abre.
La ventana está entreabierta
y por ella entra una corriente fría que levanta las cortinas. Elías está
sentado en medio de la habitación, sobre la alfombra, sus largas piernas
estiradas y en medio de ellas un cenicero atestado. En su mano sostiene un
cigarrillo a medio consumir. Sobre sus orejas unos cascos inalámbricos. Elías
me está mirando. El tiempo se detiene, o tal vez retrocede. Todo lo que he sido
en estos dos últimos años, se diluye en esa mirada. Elías me mira como un niño
que contempla un árbol de navidad bajo el que los Reyes Magos han dejado sus
regalos. Me quedo allí de pie, bajo la caricia de esos ojos que tanto he
anhelado.
—Hola —me atrevo a decir,
casi en un susurro, sin dejar de observarle.
Elías, sin abandonar su cara
de niño, sonríe. Sonríe suavemente.
—Hola —me contesta.
Su voz… Es la misma voz que
recuerdo, que ha poblado mis sueños y mis noches sin dormir, y mis días sin
luz. Avanzo un par de pasos. Elías mira al suelo por un instante. Después,
lentamente, apaga el cigarrillo en el cenicero, apoya su mano en el piso de
madera y se levanta. Siento que todo lo que he
vivido en ese tiempo intolerable en el que hemos estado alejados ha sido
solo para volver a estar aquí, para volver a tenerle frente a mí. Los ojos de
Elías me miran como solo él sabe mirarme. Como si acertase directamente en mi
centro. Doy unos pasos, alargo la mano y rozo su mejilla. Elías se queda
inmóvil mientras mis dedos recorren el perfil de su cara y rozan su pelo. Soy
yo quien vence la distancia final y le abrazo. Sus brazos me rodean también, me
estrechan con fuerza. Hundo mi cara en la curva de su cuello, me sumerjo allí,
buscando su olor. Siento sus manos subir sobre mi espalda hasta acariciar el
nacimiento de mi cabello.
—Mi amor —me llama, con esa
naturalidad de ayer, como si no hubiese pasado el tiempo.
Mis labios le besan cerca de
la oreja. Acaricio una y otra vez mi rostro contra el suyo. Después le beso sus ojos húmedos, su frente ancha, las aletas de su
nariz, las comisuras de sus labios.
—Hermano —le susurro.
Elías está tan cerca que
puedo sentir todo su cuerpo contra el mío. Le miro de nuevo a los ojos. Él está
tan serio como aquella primera vez en el campo, entre la hierba, cuando
teníamos trece y quince años. Me doy la vuelta para girar el pestillo de la
puerta. Le enfrento de nuevo. Ahora su rostro muestra algo parecido al dolor.
Me desprendo del abrigo, que cae al suelo, me quito el jersey y también la
camiseta. Pongo mis manos sobre su cintura. Quiero decirle algo, pero la
humedad de su lengua me dice que las palabras sobran, como siempre han sobrado.
Nada existe además de lo que somos juntos. Dos peces deslizándose uno sobre el
otro y mar adentro.
Poco a poco la oscuridad va envolviéndonos. En
algún momento suenan débiles golpes en la puerta. Elías me mira y mueve la
cabeza a un lado y al otro, enérgico. Yo sofoco mi risa contra su hombro.
Después vuelve a besarme.
Mucho más tarde la voz de
Elena nos habla desde el otro lado de la puerta.
—Elías, es hora de cenar. Tenéis que bajar.
—Vamos ahora —contesta él.
Nos miramos.
—Ella sabe —me dice.
Sentados sobre las sábanas
revueltas nos abrazamos otra vez. Luego nos vestimos de nuevo, el uno al otro,
mientras nos miramos y nos sonreímos. Peino con los dedos su cabello
alborotado. El hace lo mismo con el mío. Bajamos las escaleras agarrados de la
mano, agarrados muy fuerte.
La mesa del salón está
dispuesta y la luz de varias velas titila dentro de los vasitos de cristal
decorado con filigrana dorada. Elena nos mira. Nos mira con intensidad. Después
asiente con la cabeza, casi con brusquedad, y se retira a la cocina. Elías y
yo, ocupando sillas contiguas, esperamos. Escuchamos la voz de Elena y de mi
padre en la cocina, hablando en susurros, la de él cada vez más alto. Cuando mi
padre aparece bajo el dintel ambos le miramos conteniendo la respiración. Él
nos observa detenidamente. Observa nuestras manos agarradas con fuerza sobre el
mantel. Uno a uno nos mira a los ojos. Después suspira con fastidio.
No sabe que en esto nunca
tuvo posibilidad de vencer, que siempre fue un capitán Ahab luchando contra la
ballena, la ventisca intentando derrotar a la montaña. Porque amo a mi padre, y
a Elena. Pero aun así ese amor es como una gota que saltó sobre el cristal de
la escotilla de un buque, comparada con el océano que es mi amor por Elías. No
es que yo les quiera poco, es que a Elías le amo a un nivel que nada puede
comparársele. Algo así como deben de amar a Dios los ángeles.
—Está bien —dice mi padre,
alisándose con los dedos la frente, como si fuésemos nosotros los culpables de
que se esté haciendo demasiado viejo—. Está bien.
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