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LA LLAMADA

 

Sucede en la iglesia de San Andrés, el día de Reyes. Todos los niños tienen vales de catequesis porque han acudido a las clases por las tardes. Hay varias filas que llevan hasta las cajas de juguetes. Detrás de cada una de ellas una vecina intercambia vales por regalos. Antonio no se ha presentado a catequesis ni un solo día. Sus bolsillos están vacíos. Sus manos también.

—¿Y tus vales? —pregunta una señora, desde el otro lado de la caja repleta de maravillas.

Antonio se encoge de hombros.

—No tengo —confiesa.

—Pues si no tienes no hay regalo—le recrimina ella.

Antonio se resiste a abandonar su sitio.

—Venga, niño, deja paso —le empuja el que viene detrás.

Por la izquierda de la mujer aparece el cuerpo pequeño y delgado del párroco, que se interesa por la situación.

—Nada Don Benito, este niño, que no tiene vales. Que no ha asistido ni una sola vez al catecismo. Y ya le digo yo que no hay juguete. Que Cristo no está sólo para las conveniencias.

El cura, durante un instante, observa al rapazuelo que, muy serio, alterna la mirada entre el suelo, el interior de la caja y los ojos del hombre. Después el cura sonríe.

—¡Bueno, mujer! Cómo no va a haber un juguete para él…

Don Camilo, al que le sobran amor y caridad para todos los seres, mete la mano en el cofre del tesoro y rebusca. El corazón del pequeño Antonio se acelera por la emoción. Aparece surcando el espacio un pequeño submarino de latón que a Don Camilo le coge de sobra en la palma de la mano.

—¿Qué tal éste? —pregunta el hombre, adivinando de antemano la respuesta.

Los ojos de Antonio se abren cuanto pueden. Sacude la cabeza afirmativamente, con el semblante resplandeciente, mientras extiende la mano en su dirección. Se le escapa una sonrisa enorme bajo esa nariz que ya apunta grandes maneras.

 

Antonio aún no sabe que dentro de diez años, pasadas las fiestas, decidirá embarcar. El mar le llamará, como hizo con su abuelo materno, capitán de barco y tal vez contrabandista. Aún no sabe que el mar le abrazará de tal forma que se le amarrará a los huesos y ya no le soltará. Que una tarde de tormenta, con el cielo pintado de cromo y olas tan grandes como catedrales, se precipitará desde la popa del buque, y el océano, con sus manos suaves y firmes, con la violencia de un amante posesivo y apasionado, le sujetará con fuerza para retenerlo a su lado. Y después de un momento brutal de desigual combate, de pronto, el dolor y el miedo desaparecerán. Y durante unos segundos, como una luciérnaga que ante el silencio de la noche se ilumina, el mar se iluminará para él, le contará sus secretos antiguos y futuros. Mientras Antonio, lentamente, con la quemadura de un submarino de latón tatuada en la palma de la mano, se hundirá en el nuevo hogar, en la profunda, profunda, y silenciosa oscuridad del océano.

 

Pero hoy el niño Antonio se aleja feliz, con este pequeño submarino de latón pintado con el que irá a surcar el fondo de los mares. Sobre todo el de los mares del Sur.







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