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LOUREIRO



Loureiro nació del murmullo del agua fría de la fuente del Campo de la Barrera, bautizada por los primeros rayos del amanecer filtrándose oblicuos entre las ramas y las últimas hojas amarillas de los árboles, y bajo la mirada atenta de la imagen de San Benito que, aborrecido de la vida, custodia la puerta de la iglesia y que le guiñó un ojo, sólo con afán de hacer amigos.

Loureiro se sentó al borde del agua, en la que nadaban en círculos de desidia dos carpas doradas, y se arrancó con las uñas las minúsculas algas pegadas aún a la piel, restos del parto. Peinó con los dedos su pelo color oliva, del que liberó a un sapo enredado, y  por último levantó la cabeza, cerró los ojos, y aspiró el aroma del musgo y del  limaco.

Después, invisible para los vivos, que atravesaban la plaza parapetados bajo sus paraguas o a la carrera con los ojos y el entendimiento todavía rasgados por lo temprano de la hora, cruzó la calzada y bajó por las arterias empinadas y desconocidas del pueblo, levantando con sus pies descalzos las hojas muertas que el viento había abandonado en la noche sobre el pavimento de piedra.

Al llegar frente al lindero del jardín, que custodiaban con celo las espinas de los rosales despoblados, detuvo sus pasos y alzó la mirada. El corazón le latía con fuerza porque ésta era su primera vez.

Cerró la mano alrededor de una de las lanzas de hierro que remataban la verja e, impulsándose en ella, saltó y cayó al otro lado. Un gato rubio, que aguardaba el desayuno protegido bajo el alero del tejado, la miró con pavor un brevísimo instante y a continuación salió corriendo como ánima que lleva el diablo.

Loureiro escaló el muro de piedra y entró a través de una ventana a la que apenas le quedaban algunos cristales en los que tintineaban las gotas de lluvia de aquel otoño.

La habitación era un lugar oscuro y desde el techo chorreaban recuerdos que se deslizaban formando ríos a través de las paredes sucias y agrietadas. El suelo estaba cubierto de hojarrasca, de ramas, de abandono y, en una esquina, una cama, una vez ocupada por sueños, gritos de alborada y primeros llantos y ahora vacía, desolada, desnuda, albergue de insectos y de nada. La puerta estaba abierta y más allá sólo existía la oscuridad de un pasillo que había olvidado a dónde conducía.

Loureiro se quedó muy quieta, sin atreverse a hacer ni a decir. No tenía miedo. No sabía qué era eso. Para ella todos los sentimientos eran uno, emoción, y no sabía distinguir sus clases, ni tampoco sentía necesitarlo. Por momentos la habitación parecía adquirir vida, sus paredes volvían a ser sólo blancas, había una mesita sobre la que marcaban las horas dos agujas plateadas dentro de un despertador de viaje, la madera olía a recién barnizada, sobre la cama una niña soñaba una vida, y una joven, y una anciana. Horas y horas se sucedían una detrás de otra, o se entrecruzaban: horas del pasado, horas del presente, horas del futuro, horas inventadas… Y Loureiro las veía, las comprendía todas.

Josefa, sólo una sombra, estaba sentada al borde de la cama, con los ojos deslucidos perdidos en otro tiempo que siempre prometió y nunca llegó a cumplir sus promesas, el camisón blanco inmaculado recogido un poco más arriba de las rodillas, sobre las que cruzaba las manos, y los piececitos desnudos y denegridos  posados en el frío suelo de madera.

Y aquellas eran sus horas.

Josefa  alzó la mirada hacia la recién llegada y en sus ojos apagados surgió un atisbo de esperanza.

Loureiro sonrió y se aproximó a ella, dejando tras de sí un levísimo rastro de agua desde la ventana, y se arrodilló a su lado. Los tobillos y las piernas de la mujer tenían venas oscuras que se retorcían a su alrededor, como raíces envenenadas que la subyugaran. La niña posó sobre ellos con cariño sus manos de agua e hilos de plata ascendieron por las piernas y por el alma de la anciana como antídoto que no da la vida sino que mata.

Después Loureiro le señaló más allá de la ventana, por los que espiaban los rayos dorados de otro verano que había aguardado por ella.

—Allá, en la era, espera Martín, tu amor de niña, que tuvo que emigrar de joven y nunca regresó, con aquel perrito viejo que tanto te adoraba y un lamento de gaita prendido en los labios que se desliza como una ola sobre los campos hasta donde alcanza el horizonte.

Josefa miró más allá de los cristales, hacia lo que se escondía tras ellos, hacia el reflejo dorado que prometía lo imposible. Y lentamente se fue levantando.

Sus piernas, acostumbradas a no poder, apenas tardaron un instante en recordar cómo se hacía el camino: un paso detrás del otro. Al llegar se detuvo frente a la ventana, con la respiración agitada, aspiró por última vez el aire caduco del cuarto, abatió las hojas y desplegó sus alas.

El calor, el olor de las espigas cumplidas, el canto del grillo seduciendo, al alba. El verano inundó la estancia, traspasando su cuerpo de luces y sombras. Su pelo blanco se torno negro como antaño, y un roble que pareció germinarle desde muy adentro se hizo poderoso en sus piernas y en sus brazos.

—Josefa-gritó alegre la voz de una mujer que la contemplaba desde abajo.

—Mamá, mamá, mamá,…

A Josefa la palabra se le había enganchado en la garganta y no sabía si reír o llorar y al final se decidió a reír, y todas esas cosas que ya creía olvidadas.

Y entonces escuchó la gaita.

Se volvió hacia Loureiro, con los ojos brillantes, y sonrió dueña de todo la que nunca había tenido nada. Salió del cuarto corriendo, y voló escaleras abajo.

Y Loureiro se inclinó sobre el lecho y posó un beso emocionado sobre la frente de la difunta.




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