LA DAMA DE BLANCO
Mi
abuelo materno murió cuando yo tenía nueve años y mis padres decidieron
vender la casa del pueblo y trasladarnos a la ciudad. Cuando regresé acompañaba
a mi madre, el día de Todos los Santos, para despedirnos y dejar flores en la
tumba de los abuelos. Habían pasado ya cinco años. Mientras mi madre tomaba
café en la casa de una vecina yo recorrí de nuevo las calles de aquel barrio
donde viví mi infancia y que por alguna extraña razón parecían haberse vuelto
ahora mucho más estrechas. Y al pasar frente al desvencijado portalón de hierro
sentí la inexplicable necesidad de acercarme a la casa señorial.
Cuando
era pequeña entrábamos a hurtadillas a jugar en la finca de esta casona
abandonada desde hacía mucho. El edificio tenía una enorme terraza cubierta con
una parra y sobre las losetas cuadradas del suelo marcábamos con tiza las
líneas de la mariquitilla. Detrás de la casa, en un pequeño jardín descuidado
desde hacía décadas, se paseaba en los días nublados la dama de blanco, con su
sombrilla y su sombrero con flores violetas. Pronto me di cuenta de que nadie
más podía verla, así que no dije nada, por si me tomaban por loca o se reían de
mí. No me gustaba ir a jugar allí, me daba miedo cuando distraídamente miraba
en su dirección y me la encontraba con los ojos clavados sobre mi persona, como
si a pesar de mis intentos por disimular ella supiese que yo también podía
verla.
Me
colé ahora por el hueco de la alambrada por donde había entrado tantas veces en
aquella época, subí a la terraza y espié la parte trasera de la casa. Pero el
viejo jardín parecía desierto.
—Volvió
—dijo una voz a mis espaldas.
Me
sobresalté de tal modo que si no llega a ser por aquella mano que me sujetó con
fuerza, me hubiera partido el cuello en la caída. Me la quedé mirando
fijamente. De cerca no parecía aterradora.
—Volvió
la niña —me dijo la dama de blanco, pinchándome con su dedo en el pecho—, la
niña que ve.
Bajamos
las escaleras y me invitó a sentarme con ella, sobre uno de los bancos de
piedra que habían sido antes las patas de un hórreo. Me di cuenta entonces de
que a su izquierda, al otro lado de la mesa, se encontraba un cochecito en el
que no había reparado antes. Dentro se sentaba un muñeco, un bebé de plástico,
sucio, con un párpado levantado y otro caído, de un tiempo distinto al de ella,
que vete a saber dónde lo había encontrado.
—¿Y
el bebé? —pregunté.
—El
bebé siempre tiene sueño —contestó, acomodándole la mantita.
Aparté
el rostro. Tuve miedo de que el muñeco tuerto me mirara.
—Yo
tuve un novio —me dijo— Trabajaba en el molino. A mi padre no le gustaba. Decía
que era poco para mí.
—¿Y
qué pasó?
—Una
noche vino a buscarme y discutieron. Mi padre le clavó una hoz en la cabeza. Lo
enterraron en secreto, en este jardín.
Le
miré consternada.
—Está
ahí, ¿ves? Ahí —señaló hacia el suelo, bajo la estatua de un perro de tres
cabezas al que le faltaba la cola— Ahora ya solo quedan sus huesos. Casi ni
eso.
Me
sonrió.
—¿La niña tiene novio? —me preguntó.
Yo
negué con la cabeza.
—No.
Hay un chico del instituto que me gusta pero... Mis padres se divorciaron hace
dos años y ahora mi madre y yo nos vamos a vivir a Ciudad de México, con un
comisario diez años mayor que ella que conoció en una boda.
—México
queda muy lejos...
—Sí.
No creo que pueda volver.
—No
importa —dijo— Dentro de un tiempo aquí habrá un taller de coches. Derribarán
la casa y excavarán el suelo para construir los cimientos. Removerán sus
huesos. Para entonces nos iremos todos. Ni siquiera los fantasmas duran para
siempre. La vida es solo un relámpago entre una oscuridad y otra.
—¿Tú puedes ver el futuro? —le pregunté.
—Todos
pueden. Solo que los vivos son como los mineros cuando salen a la superficie.
Ante tanta luz cierran los ojos y ya no pueden ver lo que tienen delante.
—A
mí... algún día me gustaría ser puta— le confesé de repente, expresando eso que
no podía decirle a nadie más.
—Ay
—contestó ella, acariciándome la cara con el dorso de sus dedos fríos—
Pobrecilla...
Cuando
mi madre puso en marcha el motor del coche aquella tarde yo ya sabía que,
efectivamente, no regresaría. Que ella aparecería muerta de un balazo dentro de
cuatro años, a la orilla del Río de los Remedios, en el maletero de un coche
abandonado. Que yo me enamoraría por primera vez de un camarero del Jewel de
ojos marrones llamado Daniel que me acabaría dejando por un actor de teatro en
ciernes de rostro angelical. Que publicaría mi segunda novela a los
veintinueve. Y que el avión que cogería de vuelta para cruzar el charco, dentro
de diecisiete años, cuando mi padre enfermase gravemente del corazón, caería
desde las nubes y se hundiría para siempre en una profunda y oscura sima del
océano.
—¿Qué te pasa? —preguntó mi madre cuando el vehículo salió del callejón.
—Nada
—le respondí, encogiéndome de hombros y enjugando las lágrimas que corrían por
mis mejillas con los dedos de la mano derecha.
Al vernos pasar frente a la casa vieja, la
dama, desde la terraza, levantó una mano en señal de despedida. El bebé de
plástico, de pié sobre la balaustrada de piedra, alargaba sus brazos hacia ella
para que le aupara en su regazo.
Comentarios
Publicar un comentario