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GENE INFERNUM (Microrrelato)


  
Cinco veces subí al desván a medianoche para ver si lo había pillado. La última, con el camisón enredado entre las piernas y la mala sangre habitual pegada a las legañas, asomé la cabeza por el agujero del portillo abierto en el techo y alumbré con el candil, poniéndome de puntillas sobre el peldaño de la escalera de mano. A lo que se iluminó la buhardilla  pude ver al fondo el diminuto cuerpecillo endiablado con la cabeza aprisionada por el martillo de la ratonera. Con sus patitas birriosas, esas que al corretear arañaban de madrugada el suelo de madera, intentaba librarse aún el condenado. Cogí la escoba que había dejado a mano y con los ojos vidriosos por la victoria se la estampé sobre el espinazo efusivamente hasta que lo supe fiambre.
Embriagada por la satisfacción, y ensoñando el buen descanso que me esperaba, al ir a bajar equivoqué la distancia, fallé el paso y me fui de cabeza contra el piso de abajo.
Ahora tengo que volver a soportar, día y noche, los ronquidos de mi difunto padre, que baja a hurtadillas hasta la bodega, por el canalón del desagüe, para lamer las gotas de vino que pierde el grifo de la barrica, y de mi abuela Mariana, que se la comen las pulgas de puro vaga que siempre ha sido y que no hace más que contarse los pelos del rabo, apoltronada dentro del bolsillo de un viejo y apolillado abrigo de cachemira. Y como soy la nueva, me toca a mí ir a robar el queso de la ratonera. Negra fortuna… Es cuestión de genética, dicen, esto del infierno.



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