MONSTRUOS QUE SUBYACEN
MONSTRUOS QUE SUBYACEN
El perro
Cuando era niña tuve un
perro. Lo conocí un día, haciendo el pino puente en el pasillo, sobre la
alfombra.
—Peque,
no te quedes así tanto rato, que se te sube la sangre a la cabeza —me decía mi
madre.
El
perro vivía en el techo, en el mundo boca abajo que nadie más que yo podía ver.
Aparecía de pronto, saltando el dintel de alguna puerta. Era negro, ancho, no
muy grande. Se parecía al dibujo del buldog francés que aparecía en uno de los
libros. El perro nunca bajaba al suelo y jamás salía de casa. Me dijo que si
algún día se le ocurriese salir caería hacia el cielo, caería y caería, y no
podría regresar jamás. Una vez estuvo desaparecido durante días. Temí que se
hubiera asomado demasiado.
—
¿Dónde has estado? —le pregunté cuando volví a verlo.
—No
siempre estoy aquí —me dijo—. A veces me cuelo por las grietas de las paredes y
me voy a otras épocas en las que en la casa vivía otra gente.
No
pude evitar la picadura de los celos.
—
¿Y hay niños allí? —pregunté.
—Niños
que crecen y se hacen viejos —me dijo.
Me
quedé callada, pensando.
—
¿Los niños se hacen viejos?
—Claro.
—
¿Todos los niños? —insistí para asegurarme.
—Todos
—me contestó, rotundo.
En una esquina de la
terraza, cerca de un muro, había una higuera enorme. Mi padre se subía a ella
en otoño y los higos caían en nuestras cestas. Higos pardos, dulces, llenos de
almíbar y hormigas. Y más allá del muro había un cañaveral. Había días en los
que el viento soplaba entre las cañas y estas agitaban sus penachos y se mecían
lentamente hacia un lado y hacia el otro, como si bamboleantes monstruos
enormes e invisibles caminasen entre ellas. A mí me tranquilizaba esa danza y
el rumor, el rumor de sus pasos entre las cañas.
Un
día le pregunté a mi madre,
—
¿Cuándo yo nací también nació de tu barriga un bebé muerto?
Ella
se echó a reír. Me sentí ofendida. Para mí era un asunto muy serio.
—Claro
que no. Qué cosas dices ¿Por qué preguntas eso?
Me
encogí de hombros.
–No
sé. Creo que había alguien. Igual me lo comí.
Mi
madre me miró horrorizada.
–Qué
tontería… Ni siquiera tenías dientes.
Pensé
que entonces igual me lo había tragado entero, lentamente, como las serpientes
a los gorriones y a los gatitos. Estaba dentro de mí. Algunas veces parecía un
bebé. Otras un muchacho algo más alto que yo, guapo, y con el pelo rubio
ensortijado que me sonreía. No me guardaba rencor. Le puse un nombre. A veces,
al atardecer, sentada en los escalones de la terraza, cuando el viento soplaba
con fuerza entre las cañas, lo acunaba entre mis brazos y le cantaba canciones
que inventaba solo para él.
El ático
Teníamos un desván en
el ático. Para subir había que apoyar una escalera de mano sobre la fachada.
Una pequeña puerta de madera, de color azul, permitía pasar al interior. Y allí
dentro existía otro mundo. Las estanterías estaban llenas de polvo y telarañas.
Había muebles antiguos, cajas apiladas, una maleta de piel con las correas
destrozadas, zapatos viejos, ropa, una bicicleta oxidada. Y libros. Sobre todo
había libros. Un lugar mágico lleno de cosas que el tiempo había relegado al
olvido. Y entre ellas también estaba él. Un niño que se sentaba en el suelo y
jugaba a las canicas.
—Niña,
no te pongas en medio —me reñía.
Se
parecía a mi padre. Vestía siempre la misma ropa, un pantalón corto de color
gris y una chaquetilla, y los zapatos lustrados, como si fuese día de fiesta.
En el bolsillo llevaba un submarino de latón. Me lo enseñó. Era pequeño. Le
cabía en la palma de la mano.
––
¿Todos los niños se hacen viejos? —le pregunté una tarde.
—No
sé —contestó—. Creo que ya son viejos cuando nacen. Solo que no lo saben. Es
algo que se aprende.
Las
canicas corrían por el suelo de tablas de madera y se perdían por las esquinas
donde anidaban las arañas. Mi abuela decía que por las noches, en el desván,
escuchaba correr a los ratones.
El pozo
Había otros fantasmas
en la casa. Teníamos un pozo con una corona de forja, donde pendía la roldana
por la que pasaba la cuerda que ataba el cubo. A menudo mi padre abría la tapa
de hierro, que pesaba mucho, y sacaba agua para regar. A mí no me gustaba
acercarme al pozo. Había una niña en su interior, blanca y desvaída, que
golpeaba la trampilla con los puños cuando yo estaba cerca. La niña se aburría
mucho allí sola. Un día se lo conté a mi padre.
—Hay
una niña en el pozo —le dije.
—Por
Dios, hija, mira que eres rara —me contestó él, de mal humor.
Así
que yo vigilaba cada vez que los mayores sacaban agua, para que la niña
solitaria no se llevase a mis padres o a mi abuela.
Un día colocaron
un grifo cerca del jardín. Pusieron una pesada maceta sobre el pozo y ya nadie
volvió a abrirlo. A veces recordaba a la niña, para que supiese que alguien
pensaba todavía en ella, flotando en el agua. Con los ojos cerrados imagina que
en vez de las paredes de un pozo le rodea un mar, un mar oscuro en el que en
ocasiones
se encienden las luces de los peces abisales.
El sótano
Al lado del pozo había
unas escaleras que llevaban al sótano. El fantasma del sótano se escondía tras
las estanterías del fondo, asustado. Estaba delgado y hambriento y la luz que
se filtraba por el ventanuco le hería en los ojos hundidos. Pero él siempre la
miraba, fijamente, como buscando algo que había más allá, fuera. Había un
anhelo en su mirada que me daba miedo, como si tuviese un animal herido
arañándole las entrañas. El hombre no parecía peligroso, pero el animal que
llevaba dentro sí.
En
el sótano estaban los libros para soñar: Viejos tomos de enciclopedias con
páginas amarillas que nunca se encuadernaron y revistas con mapas y fotografías
de lugares lejanos, de plantas y animales de otras tierras. Cuando tenía que
hacer algún trabajo para el colegio mis padres me dejaban bajar y recortar
algunas imágenes, que eran tesoros, trocitos de mundos que existían más allá de
mí Y solo entonces el hombre salía de su escondite y observaba las ilustraciones
por encima de mi hombro. Los que más nos gustaban eran los de un lugar llamado
África.
—
¿Todos los niños se hacen viejos? —le pregunté.
—No
sé. Pero todos los viejos se acaban haciendo niños. Solo así pueden regresar a
la madre. Es el único camino. La vida solo es un viaje para regresar a la
madre.
Me
regalaron por aquella época un jersey de segunda mano, con un dibujo en el
frente de un mapa de Tanzania, en el que se veían elefantes, leones, jirafas,
impalas. Y había un monte. Kilimanjaro. Estuvimos allí muchas veces, y a
nuestros pies la sabana. Corría una brisa cálida.
El final
Cuando tenía once años
nos fuimos a vivir a la aldea. Y muchos años más tarde de la muerte de mi
abuela, se quemó la casa de la infancia, que llevaba tiempo abandonada. Cuando
volví a visitarla, el desván no existía, el tejado se había derrumbado con el techo
de la planta alta, y en el bajo olía a una mezcla de humo, madera quemada y
humedad que se agarraba a las paredes sucias y desnudas. Había trozos
astillados de madera en el suelo, azulejos y cristales reventados, hierros
negros que habían pertenecido a un somier y a un sofá. Tenía por aquel entonces
casi veinte años. Me senté con cuidado en el pasillo y miré hacia el techo. No
había rastro del perro por ningún lado.
También
el sótano estaba deshabitado, y las estanterías, donde se guardaban los libros para
soñar, vacías. Subí las escaleras y me senté sobre la trampilla del pozo.
Alguien había quitado la maceta. Golpeé dos veces con los nudillos sobre la
superficie metálica. Golpeé una y otra vez. Golpeé desesperadamente. Pero nadie
contestó desde el otro lado.
Aquel
día descubrí que los fantasmas de mi niñez se habían ido, devorados por el
fuego, el tiempo, la soledad, la distancia. El adulto hambriento de esperanza,
la niña atrapada en la oscuridad, el niño viejo que jugaba solo, el perro que
podía atravesar las grietas del tiempo. Y en el sitio donde habían estado solo
me quedaba un agujero.
Pero
el hermano no. Él jamás se fue. Sigue viviendo en mí. Y yo en él. Y a veces, al
atardecer, si nos agarramos fuerte de la mano y nos concentramos, todavía somos
capaces de escuchar el rumor de los monstruos que caminan, bamboleantes, entre
las cañas.
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