maradentro.esther@gmail.com

MONSTRUOS QUE SUBYACEN

MONSTRUOS QUE SUBYACEN

 

El perro

 

Cuando era niña tuve un perro. Lo conocí un día, haciendo el pino puente en el pasillo, sobre la alfombra.

—Peque, no te quedes así tanto rato, que se te sube la sangre a la cabeza —me decía mi madre.

El perro vivía en el techo, en el mundo boca abajo que nadie más que yo podía ver. Aparecía de pronto, saltando el dintel de alguna puerta. Era negro, ancho, no muy grande. Se parecía al dibujo del buldog francés que aparecía en uno de los libros. El perro nunca bajaba al suelo y jamás salía de casa. Me dijo que si algún día se le ocurriese salir caería hacia el cielo, caería y caería, y no podría regresar jamás. Una vez estuvo desaparecido durante días. Temí que se hubiera asomado demasiado.

— ¿Dónde has estado? —le pregunté cuando volví a verlo.

—No siempre estoy aquí —me dijo—. A veces me cuelo por las grietas de las paredes y me voy a otras épocas en las que en la casa vivía otra gente.

No pude evitar la picadura de los celos.

— ¿Y hay niños allí? —pregunté.

—Niños que crecen y se hacen viejos —me dijo.

Me quedé callada, pensando.

— ¿Los niños se hacen viejos?

—Claro.

— ¿Todos los niños? —insistí para asegurarme.

—Todos —me contestó, rotundo.

 

 El hermano

 

En una esquina de la terraza, cerca de un muro, había una higuera enorme. Mi padre se subía a ella en otoño y los higos caían en nuestras cestas. Higos pardos, dulces, llenos de almíbar y hormigas. Y más allá del muro había un cañaveral. Había días en los que el viento soplaba entre las cañas y estas agitaban sus penachos y se mecían lentamente hacia un lado y hacia el otro, como si bamboleantes monstruos enormes e invisibles caminasen entre ellas. A mí me tranquilizaba esa danza y el rumor, el rumor de sus pasos entre las cañas.

Un día le pregunté a mi madre,

— ¿Cuándo yo nací también nació de tu barriga un bebé muerto?

Ella se echó a reír. Me sentí ofendida. Para mí era un asunto muy serio.

—Claro que no. Qué cosas dices ¿Por qué preguntas eso?

Me encogí de hombros.

–No sé. Creo que había alguien. Igual me lo comí.

Mi madre me miró horrorizada.

–Qué tontería… Ni siquiera tenías dientes.

Pensé que entonces igual me lo había tragado entero, lentamente, como las serpientes a los gorriones y a los gatitos. Estaba dentro de mí. Algunas veces parecía un bebé. Otras un muchacho algo más alto que yo, guapo, y con el pelo rubio ensortijado que me sonreía. No me guardaba rencor. Le puse un nombre. A veces, al atardecer, sentada en los escalones de la terraza, cuando el viento soplaba con fuerza entre las cañas, lo acunaba entre mis brazos y le cantaba canciones que inventaba solo para él.

  

El ático

 

Teníamos un desván en el ático. Para subir había que apoyar una escalera de mano sobre la fachada. Una pequeña puerta de madera, de color azul, permitía pasar al interior. Y allí dentro existía otro mundo. Las estanterías estaban llenas de polvo y telarañas. Había muebles antiguos, cajas apiladas, una maleta de piel con las correas destrozadas, zapatos viejos, ropa, una bicicleta oxidada. Y libros. Sobre todo había libros. Un lugar mágico lleno de cosas que el tiempo había relegado al olvido. Y entre ellas también estaba él. Un niño que se sentaba en el suelo y jugaba a las canicas.

—Niña, no te pongas en medio —me reñía.

Se parecía a mi padre. Vestía siempre la misma ropa, un pantalón corto de color gris y una chaquetilla, y los zapatos lustrados, como si fuese día de fiesta. En el bolsillo llevaba un submarino de latón. Me lo enseñó. Era pequeño. Le cabía en la palma de la mano.

–– ¿Todos los niños se hacen viejos? —le pregunté una tarde.

—No sé —contestó—. Creo que ya son viejos cuando nacen. Solo que no lo saben. Es algo que se aprende.

Las canicas corrían por el suelo de tablas de madera y se perdían por las esquinas donde anidaban las arañas. Mi abuela decía que por las noches, en el desván, escuchaba correr a los ratones.

 

El pozo

 

Había otros fantasmas en la casa. Teníamos un pozo con una corona de forja, donde pendía la roldana por la que pasaba la cuerda que ataba el cubo. A menudo mi padre abría la tapa de hierro, que pesaba mucho, y sacaba agua para regar. A mí no me gustaba acercarme al pozo. Había una niña en su interior, blanca y desvaída, que golpeaba la trampilla con los puños cuando yo estaba cerca. La niña se aburría mucho allí sola. Un día se lo conté a mi padre.

—Hay una niña en el pozo —le dije.

—Por Dios, hija, mira que eres rara —me contestó él, de mal humor.

Así que yo vigilaba cada vez que los mayores sacaban agua, para que la niña solitaria no se llevase a mis padres o a mi abuela.

Un día colocaron un grifo cerca del jardín. Pusieron una pesada maceta sobre el pozo y ya nadie volvió a abrirlo. A veces recordaba a la niña, para que supiese que alguien pensaba todavía en ella, flotando en el agua. Con los ojos cerrados imagina que en vez de las paredes de un pozo le rodea un mar, un mar oscuro en el que en ocasiones se encienden las luces de los peces abisales.

 

El sótano

 

Al lado del pozo había unas escaleras que llevaban al sótano. El fantasma del sótano se escondía tras las estanterías del fondo, asustado. Estaba delgado y hambriento y la luz que se filtraba por el ventanuco le hería en los ojos hundidos. Pero él siempre la miraba, fijamente, como buscando algo que había más allá, fuera. Había un anhelo en su mirada que me daba miedo, como si tuviese un animal herido arañándole las entrañas. El hombre no parecía peligroso, pero el animal que llevaba dentro sí.

En el sótano estaban los libros para soñar: Viejos tomos de enciclopedias con páginas amarillas que nunca se encuadernaron y revistas con mapas y fotografías de lugares lejanos, de plantas y animales de otras tierras. Cuando tenía que hacer algún trabajo para el colegio mis padres me dejaban bajar y recortar algunas imágenes, que eran tesoros, trocitos de mundos que existían más allá de mí Y solo entonces el hombre salía de su escondite y observaba las ilustraciones por encima de mi hombro. Los que más nos gustaban eran los de un lugar llamado África.

— ¿Todos los niños se hacen viejos? —le pregunté.

—No sé. Pero todos los viejos se acaban haciendo niños. Solo así pueden regresar a la madre. Es el único camino. La vida solo es un viaje para regresar a la madre.

Me regalaron por aquella época un jersey de segunda mano, con un dibujo en el frente de un mapa de Tanzania, en el que se veían elefantes, leones, jirafas, impalas. Y había un monte. Kilimanjaro. Estuvimos allí muchas veces, y a nuestros pies la sabana. Corría una brisa cálida.

 

El final

 

Cuando tenía once años nos fuimos a vivir a la aldea. Y muchos años más tarde de la muerte de mi abuela, se quemó la casa de la infancia, que llevaba tiempo abandonada. Cuando volví a visitarla, el desván no existía, el tejado se había derrumbado con el techo de la planta alta, y en el bajo olía a una mezcla de humo, madera quemada y humedad que se agarraba a las paredes sucias y desnudas. Había trozos astillados de madera en el suelo, azulejos y cristales reventados, hierros negros que habían pertenecido a un somier y a un sofá. Tenía por aquel entonces casi veinte años. Me senté con cuidado en el pasillo y miré hacia el techo. No había rastro del perro por ningún lado.

También el sótano estaba deshabitado, y las estanterías, donde se guardaban los libros para soñar, vacías. Subí las escaleras y me senté sobre la trampilla del pozo. Alguien había quitado la maceta. Golpeé dos veces con los nudillos sobre la superficie metálica. Golpeé una y otra vez. Golpeé desesperadamente. Pero nadie contestó desde el otro lado.

Aquel día descubrí que los fantasmas de mi niñez se habían ido, devorados por el fuego, el tiempo, la soledad, la distancia. El adulto hambriento de esperanza, la niña atrapada en la oscuridad, el niño viejo que jugaba solo, el perro que podía atravesar las grietas del tiempo. Y en el sitio donde habían estado solo me quedaba un agujero.

Pero el hermano no. Él jamás se fue. Sigue viviendo en mí. Y yo en él. Y a veces, al atardecer, si nos agarramos fuerte de la mano y nos concentramos, todavía somos capaces de escuchar el rumor de los monstruos que caminan, bamboleantes, entre las cañas.



Comentarios