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ASFIXIA (Microrrelato)

 

El clavadista, con su bañador amarillo con raya azul, camina hasta el borde. Cuarenta y siete competiciones, veintiocho medallas en salto de trampolín, siete de ellas de oro. Un campeón nato. Le viene en los genes, dice su padre, ese que nunca ha triunfado en nada en la vida, excepto en modelar un hijo a la imagen y semejanza de todas sus frustraciones. El hijo perfecto.

El hijo perfecto excepto por un detalle. Algunos viernes por la noche se disfraza de puta y va a rondar el boulevard a la espera de alguno dispuesto a metérsela otra vez, porque no soporta ni un día más este ahogo, este puño de hierro que le atenaza la garganta. El hijo perfecto excepto porque ayer, el coche que se detuvo a su altura era rojo, como el de su padre. Del mismo modelo,  con la misma matrícula y el mismo cabrón sentado al volante.  Que le echó un vistazo y le hizo una seña, sin reconocerle. Como si el mundo fuese un puñetero pañuelo. Y él, ella, echó a correr haciendo volar los tacones por la calle desierta, bajo las farolas que arrancaban con rabia destellos metálicos al vestido rojo que cubría a medias el cuerpo equivocado en que le había tocado nacer.

El clavadista, con su bañador amarillo con raya azul, cuarenta y siete competiciones, veintiocho medallas en salto de trampolín, siete de oro, camina hasta el borde y se posiciona. Cuando era pequeño le tenía pánico a la plataforma. El cuerpo recto, las piernas juntas, la cabeza erguida, la mirada al frente, y los brazos extendidos sobre la cabeza. Ahora ya no. El impulso. Un salto equilibrado y potente, hacia el cielo. Después la gravedad le arrastra, él la moldea, una mano sobre la cabeza y la otra sobre el pecho mientras gira en el vacío. Triple salto mortal.

Desde la terraza del Hotel Continental.

Impecable.



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