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CONEJO MARTÍNEZ

Conejo Martínez entra en el autobús en una parada del centro y se abre paso hacia la zona intermedia, frente a la puerta. Apoya su espalda contra la ventanilla y se agarra a la barra metálica con una mano. La otra, la izquierda, la lleva dentro del bolsillo del pantalón. La capucha de la sudadera, recogida a la altura del cuello para protegerse del frío de la mañana. Los ojos fijos en el piso, frente a él, sobre los zapatos de los otros viajeros que también van de pie. Las orejas, las grandes orejas rubias que coronan su cabeza, inclinadas ligeramente hacia delante. Sí, todavía puedo verlas, después de todos estos años, y ahora, me parecen incluso más grandes, más caídas, con esa expresión de derrota que también antes se le reflejaba en el rostro. Dicen que los niños pueden ser muy crueles, y aunque yo nunca hice bromas acerca de él, no me considero mejor que los demás.

Conejo Martínez era el hazmerreir de la clase. O algo peor. Provocaba eso que muchos llaman, por desligarse del problema, vergüenza ajena. Doña Elisa era muy buena maestra, eso decían los padres, pero si algo no soportaba en sus alumnos, era a los borricos, como los llamaba, y a los “sucios”, así, entre comillas, “sucios”. Y para ella Conejo Martínez parecía reflejar en su persona lo peor de todo eso.

Yo me sentaba en la segunda fila, en el límite entre el reino de los listos y el limbo de los que se esforzaban porque querían llegar a serlo, y me estremecía cada vez que la maestra pronunciaba su nombre. Sonaba como el primer trueno que anuncia una gran tormenta.

Conejo Martínez no veía bien la pizarra. Ni de lejos, desde su asiento en la zona de los borricos, porque debían de haberle graduado mal esas gafas doradas que le enmarcaban los ojos, o tal vez porque la situación económica de su familia no le había permitido el lujo de unas gafas nuevas desde hacía años; ni de cerca, porque con la angustia las letras y los números se le juntaban delante de los ojos y en la cabeza y formaban terribles acertijos cuya solución era incapaz de dilucidar. Por eso Conejo Martínez, cuando salía a la pizarra, comenzaba a sudar, se ponía nervioso. Y cuando se ponía nervioso tenía la “sucia costumbre” (así lo denominaba ella) de llevarse una y otra vez la mano a la entrepierna. Y estallaba la tormenta. Doña Elisa, evidentemente nerviosa ante este gesto, le golpeaba compulsivamente con la regla en el dorso de la mano, mientras repetía “sucio, sucio, sucio, sucio”, como un mantra que pudiese liberar a su alumno del demonio que le impelía a cometer en público aquel acto vergonzoso que, según ella, ofendía a Dios y a sus compañeros.  

A Conejo Martínez le llamaban así porque en sexto grado la maestra, aquella otra maestra que era tan bondadosa que nunca alzaba la voz ni perdía la paciencia con ninguno de sus corderos, tuvo la idea de darle el importante papel de conejo en la adaptación de la obra Alicia en el País de las Maravillas para la fiesta de final de curso.

Conejo Martínez tenía físicamente dos bondades. Una era su gran estatura, que le convertía en uno de los más altos de la clase. Otra, su pelo rubio y rizado, siempre demasiado largo para la época, que a mí se me antojaba tan lindo como el de un gato. Y por eso, faltando las orejas del conejo en el último momento el día de la representación, a la maestra no se le ocurrió otra cosa que recogerle el pelo con dos gomas a ambos lados de la cabeza. Todavía recuerdo su expresión descorazonada. Allí estaba él, con sus orejas de conejo y un gran reloj de cartón colgado del cuello. Parecía resignado con su fortuna, como el burro al que le aumentan la carga imposible que ya lleva a cuestas y trata de seguir caminando con ella. Creo que fue ese día cuando me enamoré de él. Y no fue por las bonitas orejas doradas, sino por otra cosa que en aquel momento no hubiese podido, aunque lo hubiese reconocido, explicar. Fue aquella fuerza silenciosa, su aguante, su entereza, con aquellas dos orejas rubias sobre la cabeza que le pesaban tanto como dos cenicientas orejas de burro. Sin revelarse, asumiendo lo inevitable, como Jesús con su cruz a cuestas. Sin odiar.

Y tal vez la vergüenza hubiese acabado ahí si al comienzo del curso siguiente, dándose la casualidad de que había tres Albertos en la clase y dos con el mismo apellido Martínez, la nueva profesora, Doña Elisa, no hubiese preguntado en alto que cómo iba a hacer para diferenciarlos. Y el más gracioso de la clase, ese que siempre hay y cuyo papel de payaso le obliga a actuar según su fama, exclamó: “¡Llámele Conejo Martínez!”. Y toda la clase, por malicia o por verse sorprendida ante tal ocurrencia, rompió en un coro de risas. Así Conejo Martínez quedó bautizado para el resto de su vida escolar.

Cada vez que Conejo Martínez salía a la pizarra la profesora se ensañaba con él. Cada vez que Conejo Martínez salía  a la pizarra yo rezaba en silencio para que su suerte cambiase. Pero una y otra vez siempre fue lo mismo. Le llovía sin piedad. Al final también yo bajaba la cabeza y desviaba la vista sobre mi libreta, guardando silencio ante la injusticia, deseando tener un poder mágico que me permitiese soplarle la respuesta que casi siempre sabía. Sintiéndome pequeño y cobarde. Porque quería gritar pero, a mí, la vida aún no me había enseñado cómo hacerlo, y yo, por esa razón, guardaba ya tantos gritos en el pecho que se me atoraban en la garganta.

Sí. Ahora, al verle de nuevo lo comprendo. Conejo Martínez fue mi primer amor.

 

Cerca de mi destino, Conejo Martínez levanta de pronto la cabeza y me mira directamente. Tal vez hace rato que siente mi mirada insistente picándole sobre la nuca. Aprovecho el momento para inclinarme y pulsar el botón de parada. Después la mujer que se sienta a mi lado me franquea el paso y camino por el estrecho y atestado pasillo, inquieto sin saber muy bien por qué.

Cerca ya de la salida el autobús da un frenazo y yo alargo la mano hacia la barra vertical, tratando de sujetarme. Es tarde cuando me doy cuenta de que los dedos de Conejo Martínez han quedado aprisionados bajo los míos. Y en ese momento, en ese cruce de miradas, en ese roce intenso que me abruma y me emociona, vuelvo a ser de nuevo aquel niño enano y enfadado, al que la madre vestía vergonzosamente de dandi repeinado y soñaba con ser director de orquesta, y más alto. Sobre todo quería ser más alto.

Conejo Martínez pestañea, sorprendido, porque me he olvidado de soltarle. Porque no parezco tener intención de soltarle. Después me sonríe.

Es la sonrisa más bonita que he visto en toda mi vida.


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