FE
I
—Calma —dice mi padre— Mantengamos
la calma.
Estamos todos de pié, reunidos
por decisión patriarcal, alrededor de la mesa del comedor.
—Mantengamos hasta el
último minuto la elegancia, no perdamos las formas, no nos dejemos llevar por
el pánico. Es el fin, nada puede cambiar eso. Pero tranquilos, Dios está con
nosotros también en la muerte.
Yo no estoy de acuerdo
pero, ¿de qué sirve contradecirle?
Por deseo suyo nos
hemos vestido de domingo, con la ropa limpia y planchada, como si alguien fuese
a velar nuestros compuestos cadáveres cuando desaparezcamos en el estómago de
esa trituradora gigante. Los rostros de mis hermanos están crispados. Sobre la
mejilla de uno de ellos, la más pequeña, se ha puesto en fuga una lágrima. A mí
me aprietan los zapatos.
Siento cómo la tormenta
se va acercando, intuyo el cielo plomizo y denso no demasiado lejos de nuestro
tejado y el corazón me golpea con fuerza en el pecho, como si quisiera abrirse
paso hasta el exterior, plantarle cara.
Poco después comenzamos a escuchar un rumor, como el de un océano de arena que se
arrastra reptando lentamente hacia donde estamos; un murmullo primero, muy
suave, y después más intenso, y sobre él una orquesta de golpes, crujidos,
desgarros y gritos.
Mi madre nos mira a
todos, uno por uno, y puedo ver el horror a través de esos ojos inundados de
impotencia. Seguro que está deseando refugiarse bajo la mesa con todos sus
hijos escondidos bajo la falda, como si los pliegues de tela pudiesen reconstruir
la seguridad de aquel refugio latente que un día nos brindó y que abandonamos.
Y, sin embargo, se mantiene firme, no hace ni dice nada. Como si la promesa que
hizo a mi padre hace tantos años le hubiese puesto una mordaza en la boca y una
soga en las muñecas.
Disociado de la
sinfonía de muerte que se acerca y de los gemidos entrecortados de mi hermano,
que se ha puesto a temblar mientras mi padre le amonesta con la mirada, escucho
otro sonido. Parece un maullido y proviene del exterior, muy cerca de la puerta
de casa.
No lo pienso. No tengo
tiempo que perder en ello. Tampoco para despedirme de nadie. Nuestros despojos
se reencontrarán muy pronto, en ese infierno que ya está tan próximo. Sólo tengo
el tiempo justo para girar sobre mis pies y echar a correr hacia la puerta de
entrada, antes de que mi padre reaccione e intente darme alcance. Pero yo tengo
más ganas de luchar que él de que yo muera a su manera, con las orejas gachas.
El espacio se vuelve
líquido mientras mi falda blanca surca, como un albatros que despliega las
alas, la distancia que me separa de la puerta.
Cuando me doy cuenta,
estoy fuera. Mis piernas detienen la carrera justo donde termina el porche y se
encuentran con el gato, que está plantado
sobre el empedrado, con sus cuatro patas estiradas, el pelo erizado, los ojos desorbitados
y la boca abierta que enseña los colmillos y deja escapar un gruñido largo y ronco,
enfrentándose a aquello que, ahora lo veo por primera vez, avanza hacia nosotros.
Es lo más descomunal y
aterrador que he contemplado en mi breve vida. Tiene la forma de una nube de
polvo que lo va devorando todo a su paso. Su anchura y altura son tales que es
imposible llegar a ver el final en ninguna de sus dimensiones. Sobre ella ni
siquiera hay ya más cielo. El rugido que genera es ensordecedor y aun así puedo
oír los gritos de mi padre que desde la puerta me apremia a regresar. Pero yo
no puedo. Todavía tengo ojos, y prefiero mirar a la muerte de frente.
Me quedo al lado del
gato, erguida, imitando su postura. Y de pronto algo se rebela en mí, desde muy
adentro, y echo a correr por el camino de grava rodeado de setos y hermosos
árboles que pronto no serán más que astillas, gritándole con todas mis fuerzas
al enemigo que no tiene oídos ni conciencia.
Al llegar al final del jardín,
al terraplén que desciende abruptamente hacia los campos de labor, me detengo
en seco, con la respiración agitada. La cosa, ajena a mi rebelión, sigue
avanzando. Apenas está ya a unos cientos de metros. Desde mi nueva posición la
nube se parece más a una masa filamentosa de cuerpos que antes eran parte de mi
mundo y que, ahora, giran en un torbellino.
Me vuelvo para
contemplar la casa, que se ha vuelto más oscura. Mi padre gesticula aun desde
la entrada. El viento huracanado, vendiendo caro él también su último y
desesperado aliento, me revuelve la melena, con furia, con miedo, con
anticipada nostalgia. Ya no veo al gato.
No voy a volver. Ahora
estoy aquí, enfrentando a la bestia que ruge de alegría porque sabe que en
breve podrá devorarme. No voy a correr, ni a esconderme. Si me quiere llevar
tendrá que luchar, porque yo lo haré hasta mi último aliento.
Me quito el zapato
izquierdo y, poniéndome de puntillas, lo lanzo con rabia hacia el monstruo.
—¡Maldito! —le grito, al
mismo tiempo, con toda la fuerza de mis jóvenes pulmones, como si pudiese
horadar su titánico bramido, mientras el viento, aferrándome entre sus brazos, arranca
de mis ojos las lágrimas que me despiden del amor, de la maravillosa casualidad
de la vida.
Mi zapato gira, volando
por los aires. Parece un viaje eterno
pero apenas dura un instante. Luego, desaparece.
II
Al principio solo hay
silencio, un silencio sepulcral, en este lugar. Ni siquiera el sonido de un
leve roce. Todo lo que un día fue algo ahora es nada aquí dentro. Las paredes
están agrietadas y se comban en formas monstruosas. Sobre el suelo de azulejos
resquebrajados se extiende una colección de fragmentos de cosas que antes
tenían nombre, y algunas incluso también tenían madre.
Después, de vez en
cuando, el piso se inclina ligeramente, o con brusquedad, y todo rueda o se
desliza en silencio en esa dirección, dando lugar a colisiones, fusiones,
acoplamientos y articulaciones. Luego el espacio vuelve a estabilizarse y todo
recupera, temporalmente, el estado de reposo.
El zapato está desmayado
en una esquina alejada de la sala. Es un ser único, porque es un ser completo.
Todo a su alrededor
está cambiando constantemente, buscando sentido, una y otra vez, en este caos
aparente, en este amasijo de fracciones extraviadas.
Los mundos que crecen en
torno suyo le descubren y le veneran, y le formulan preguntas a las que el
zapato no conoce respuesta. Miríadas de nuevos seres se suceden y se relevan a
su alrededor, cada cual más complejo, cada cual con preguntas más enrevesadas que
él escucha en silencio, ajeno a sus anhelos de integridad.
El zapato espera. Con
obstinada certeza, con una convicción semejante a la de aquel ser que le lanzó
por el aire con tal fuerza que lo incrustó en el corazón de la vorágine.
El zapato le espera a
ella. Para poder regresar, de nuevo, a su pequeño pié descalzo.
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