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QUIMERA (Microrrelato)

 

Yo, Diego Alonso, hijo menor de un siervo que forjaba espadas ilustres, caigo de rodillas en medio del campo de batalla; las manos, el rostro, las vestiduras cubiertas de sangre, propia y ajena. Y entonces veo la luz.

Contemplo el campo atestado de cuerpos de hermanos destinados a ser  enemigos. Adoradores de lunas, de cruces, de estrellas. Esclavos que han sido obligados a luchar a cambio de sus vidas. Soldados que creímos, en vano, que algún día conseguiríamos oro, hacienda, o el paraíso que no encontramos en la tierra.  Errores y miembros humanos diseminados por doquier.

—¡Por la gracia de Dios! —gritan a mi lado dos de mis compañeros, rematando sin piedad a un infiel.

Aquí, el único dios agraciado es el dios de la muerte, que cosecha nuestros despojos.

—Cuando regrese poseeremos una granja y conoceré a este hijo —le dije a ella, acariciando su abultado vientre—. Y tendremos una fragua, nuestra.

Llevo la mano a la herida mortal, por la que huyen la vida, los sueños, las ilusiones… los ojos de Ana.

Cuando mi rostro inerte besa la tierra sucia, el viento sigue levantando polvo y jugando con el cabello alborotado de los cadáveres.




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